domingo, 8 de agosto de 2010

No pasa nada.....



El tumulto, en Bolivia, es parte de la normalidad, no de la revolución. Las peleas, divisiones, fragmentaciones, son parte del alma altoperuana. La desagregación social, la multiplicidad de referencias en las expectativas y demandas son elemento definitorio de la coyuntura de los últimos años. La imposibilidad de estructurar una oposición política es la consecuencia de la crisis total de nuestro sistema de partidos y la carencia de una oposición regional coordinada es el resultado de la derrota de 2008, después de la capitulación voluntaria de Santa Cruz.
Las marchas que colapsan el centro de La Paz, los paros departamentales, las huelgas de hambre de dirigentes -ninguna seria, por lo demás-, los repliegues parlamentarios, las supuestas divisiones internas en el MAS, el choque de tendencias, las trampas que se tienden unos a otros, las peleas por tal o cual distrito, los arañazos por el feudo, pueden dar toda la mala imagen que se quiera, pero la estructura de poder no está basada en la masa social. Tiene su origen en ella -su carácter plebiscitario- pero su solidez no está en lo social, sino en la fortaleza de su liderazgo.
El régimen autocrático se estructura en torno a la figura del caudillo. Paradójicamente, esa es su fortaleza y al mismo tiempo su debilidad. Fuerte, porque nada hace temblar al sistema mientras esté el caudillo. Débil, porque todo depende de que nada le suceda.
A los caudillos les está prohibido morir. Y mientras viven tienen que proyectar una imagen de fortaleza sin límites, aptitudes deportivas, largas jornadas de trabajo sin conocer el cansancio, capacidad de desplazamiento. Y si no se puede ocultar una dolencia hay que decir que se debe a la acción del enemigo. Será porque atentan contra él, nunca por debilidad o fragilidad. Una de las tareas del caudillo es repetir siempre los peligros de los que está rodeado porque el enemigo nunca duerme. Y el caudillo siempre elige enemigos grandes, que son capaces de todo.
Cuántos problemas se hacían muchos españoles mientras se acercaba el final de Franco. Tenía en su cuerpo más cables y tubos que un laboratorio de física y su entorno temblaba ante la inminencia de la famosa frase “Franco ha muerto”, porque no era la muerte de él: era la muerte del sistema que él encarnaba. Qué trauma el de Cuba con la crisis de salud de Fidel. Nadie, ni su propio hermano designado por él podía suplir la figura del caudillo. Ahora, ostensiblemente recuperado, hasta puede darse el lujo de enfundar de nuevo la camisa verde olivo: la revolución es él, nadie más.
Evo es un caudillo. Todos los demás son una suerte de mosquitos que revolotean en torno a su luz. Los más inteligentes, los que saben y tienen asumido que no son nada sin él, saben jugar mejor su papel de sacristanes. Saben lo que tienen que decir, cuándo decirlo y saben lo que tienen que aguantar porque, normalmente, el caudillo no tiene límites. Los que no lo tienen claro y bien asumido, son las mosquitas que se queman con la llama. Los caudillos no tienen partido, porque no hay estructura orgánica superior a la de su propia autoridad. Él es el partido. Él es la organización. En el MAS no hay división: hay algunos desorientados que no saben lo que es el caudillo.
Evo, además, tiene una ventaja: no tiene ninguna oposición. La que figuraba como oposición regional está festejando con él, en Santa Cruz, el funeral de la República. Quizás se trate de un gesto de delicadeza con Sucre y la Casa de la Libertad: no enterrar la República en el mismo lugar en que nació.
Cayetano Llobet

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